Por: Azharys Hazbún Corro
En el corazón del Magdalena, donde el río serpentea entre ciénagas y la brisa caribeña acaricia los rostros curtidos por el sol, se alza Bahía Honda, un corregimiento que guarda en sus entrañas la memoria viva de un pueblo que resistió, sobrevivió y floreció. Aquí, entre palmeras y aguas quietas, nace «Fusión Ribereña», una agrupación que no solo baila, sino que cuenta historias, revive luchas y honra a sus ancestros a través del Son de Negro, una danza que es mucho más que un simple movimiento rítmico: es un grito de libertad, un canto de resistencia y un homenaje a la identidad afrodescendiente.
La danza del Son de Negro tiene sus raíces en los antiguos palenques, aquellos refugios de libertad construidos por esclavos fugitivos que, huyendo de la opresión colonial, encontraron en las tierras del Caribe colombiano un espacio para rehacer sus vidas. Provenientes de asentamientos como San Basilio de Palenque, Santa Lucía y la ciénaga de Cotoré, estos hombres y mujeres de piel oscura como una noche sin estrellas tejieron una nueva historia, mezclándose con los pueblos indígenas Chimila, quienes habitaban estas tierras antes de ser desplazados. Este encuentro de culturas dejó un legado mestizo, visible hoy en los rostros de los danzantes de «Fusión Ribereña»: facciones indígenas enmarcadas por la piel negra, una fusión que personifica la historia misma de Colombia.

El baile como resistencia
La danza del Son de Negro no es solo una expresión artística; es un acto de resistencia. Los danzantes, con sus torsos desnudos y sus pantalones rasgados, llevan consigo el peso de la historia. Sus cuerpos, adornados con caracoles, plumas y machetes, no solo representan la estética de sus ancestros, sino también las herramientas con las que defendieron su libertad. Cada movimiento, cada gesto, cada golpe de tambor, es una evocación de aquella lucha por la tierra, por la dignidad, por la vida.
Los pasos fuertes y los gestos agresivos de la danza contrastan con las expresiones más conocidas de otras tradiciones caribeñas. Aquí no hay lugar para la delicadeza; cada movimiento es una reafirmación de poder, una declaración de soberanía sobre el territorio y las mujeres, quienes también jugaron un papel crucial en la defensa de sus comunidades. El machete, más que un accesorio, es un símbolo de resistencia, un recordatorio de que la libertad no se regala, se conquista.
El nacimiento de «Fusión Ribereña»
En el año 2001, bajo la dirección de Alberto Cervantes, «Fusión Ribereña» tomó forma como una agrupación que buscaba rescatar y enaltecer esta tradición. Cervantes, junto a un grupo de músicos y danzantes, comenzó a organizar bailes que no solo celebraban la cultura afrodescendiente, sino que también la reivindicaban como un pilar fundamental de la identidad colombiana. En 2004, el liderazgo pasó a manos de Argenis Santana, quien junto a su hermano Ferne, ha mantenido viva la llama de esta tradición, llevándola a escenarios nacionales e internacionales.
Para los miembros de «Fusión Ribereña», la danza no es solo un acto performativo; es una forma de vida. Desde los niños que dan sus primeros pasos al ritmo del tambor, hasta los ancianos que llevan décadas bailando, cada generación se conecta con sus raíces a través del movimiento. Los pies descalzos golpean la tierra con fuerza, como si quisieran despertar a los espíritus de sus ancestros, mientras los tambores resuenan como latidos de un corazón colectivo.
El legado del Son de Negro
Aunque el Son de Negro es originario del Canal del Dique, su influencia se ha extendido por toda la región Caribe, adaptándose a las particularidades de cada comunidad. En Bahía Honda, esta danza adquiere un carácter único, fusionando elementos de la cultura Chimila con las tradiciones africanas. Los danzantes, con sus cuerpos embadurnados de polvo de carbón y aceites, sus labios rojos y expresivos, y sus atuendos adornados con elementos naturales, se convierten en personificaciones vivas de la historia.
La música, ejecutada con instrumentos como el alegre, el llamador, las maracas y las tablas, es un componente esencial de esta tradición. La canción «La rama del tamarindo», con sus versos pícaros y su ritmo contagioso, es uno de los pilares del repertorio, invitando a los espectadores a sumergirse en la fiesta, pero también a reflexionar sobre el significado profundo de cada gesto, cada paso, cada nota.

Un llamado a la memoria y a la diversidad
Para Angélica Sánchez, representante de la agrupación, «Fusión Ribereña» es más que una agrupación de danza; es un puente entre el pasado y el presente, un recordatorio de que Colombia es un país diverso, donde cada cultura, cada color, cada historia, tiene un lugar. «Somos un país hermoso, con una población diversa en pensamientos, sentimientos, colores y, sobre todo, cultura. Cada una está marcada con su propia historia, y eso nos hace únicos, pero al mismo tiempo complementos», afirma Sánchez.
La participación de «Fusión Ribereña» en eventos como el Carnaval de la 44 ha sido fundamental para visibilizar esta tradición. «Es lo más representativo para la agrupación. Nos llena de orgullo, porque allí nos han dado la importancia y el valor real a nuestra cultura, a nuestra esencia», comenta Sánchez. Este espacio no solo ha permitido que la danza del Son de Negro sea conocida a nivel nacional, sino que también ha servido como plataforma para dialogar sobre la importancia de preservar las tradiciones afrodescendientes en un país que, a menudo, olvida sus raíces.
Un tesoro invaluable
En un mundo globalizado, donde las tradiciones locales corren el riesgo de diluirse, agrupaciones como «Fusión Ribereña» son faros que iluminan el camino hacia la memoria y la identidad. Su danza no es solo un espectáculo; es una lección de historia, un recordatorio de que la piel oscura como una noche sin estrellas es también un símbolo de resistencia, de belleza, de orgullo.
La invitación está abierta: conocer Colombia a través de sus tradiciones, descubrir en cada rincón un tesoro invaluable, y dejarse llevar por el ritmo de los tambores que, desde Bahía Honda, nos recuerdan que la cultura es el alma de un pueblo, y que, mientras haya quien la baile, la cante y la cuente, nunca morirá.