Por: Azharys Hazbun
En la noche del 8 de agosto, el Teatro José Consuegra Higgins latía distinto. Afuera, la brisa caliente de la ciudad se mezclaba con el murmullo de una fila que parecía contener más emoción que impaciencia. Adentro, los focos iluminaban un escenario que no solo prometía música, sino también memoria y esperanza. Señor Bolero había llegado a casa.
No era una noche cualquiera: el barranquillero Ricardo Stevan, Rey Momo del Carnaval 2023 en Nueva York, regresaba a su ciudad natal con la obra que conquistó corazones en escenarios tan lejanos como Broadway y tan cercanos como Bogotá. Las entradas estaban agotadas y en las butacas se distinguían rostros familiares de la farándula local, figuras del carnaval, cantantes, actores, diseñadoras de moda y periodistas culturales que parecían listos para dejarse atrapar por el embrujo de un bolero.
La trama, inspirada en el Alzheimer, se desplegó como un álbum de fotografías antiguas que alguien hojea con cuidado. En un bar neoyorquino de los años 50, seis personajes cruzaban sus vidas entre boleros, confesiones y miradas que decían más que las palabras. El protagonista —un hombre que empezaba a olvidar— se convirtió en el espejo de la fragilidad humana, pero también en la prueba de que el amor es capaz de retener aquello que el tiempo insiste en borrar.
Los acordes en vivo de más de treinta boleros clásicos, desde Piel canela hasta La copa rota, hicieron que el público no solo escuchara, sino que viajara. Cada canción era una llave que abría puertas cerradas por décadas, despertando sonrisas y lágrimas al mismo tiempo. La estética retro, el vestuario cuidado al detalle y la química entre los actores, entre los que brillaron Yolanda Rayo, María Cristina Gálvez, Bruno Díaz, Nina Caicedo y Fernando Monge, crearon una atmósfera que parecía suspendida en el tiempo.
Pero lo más poderoso de la noche fue el silencio. Ese que caía sobre la sala en los momentos más íntimos, cuando las luces se volvían suaves y la voz de Ricardo Stevan, entre canción y diálogo, acariciaba la memoria colectiva. Era como si cada espectador guardara en su pecho un recuerdo personal que la obra había despertado.
Al final, los aplausos no fueron solo un gesto de cortesía. Fueron un abrazo largo, cálido, que reconocía no solo el talento de un elenco estelar, sino también el valor de hablar del Alzheimer desde la ternura, la música y la esperanza. Barranquilla se fue esa noche con el corazón lleno y la certeza de que, mientras haya canciones, habrá recuerdos que no se borran.