LA DANZA DEL ABANICO
Por: Jonathan Cantillo Reyes
Sí, en noviembre llegan las brisas, y con ella todo el esplendor de una ciudad diferente. El invierno caribeño es sumamente esperado por los Curramberos, es aquella época del año en la que pueden salir con chaqueta a hacer sus muñecos de nieve, en realidad, no es para tanto, pero sí suele verse gente con chaquetas y pasamontañas a la templada temperatura de 24 grados centígrados. Pero ¿por qué no? Si este lugar normalmente era llamado la Arenosa por ser un terraplén hirviente, en los que el viento sopla y levanta tierra y se deben barrer las casas antes de cada comida para no comer arroz de tierra. Y bueno, lamentablemente para este relato, nuestra protagonista no se hallaba inmersa en esa gloriosa temporada del año, sino en su antónima.
Hortencia era una muchacha joven de unos, digamos ventiseis… no, más joven… ventitrés, me parece bien. Delgada, con buenas caderas y un rostro afable, siempre con una gran sonrisa. Sin embargo, todo cambiaba si alguien osaba llamarla Hortencia. Su semblante volvía la hoja, era como una nueva versión de Carrie. Por ello, a vista de todos, se hacía reconocer como Sofía. Le gustaba Sofía, porque era un nombre con significado, Hortencia la hacía sentir decrépita, anciana, acabada, con hijos y nietos, viendo novelas y tejiendo mientras hace un sancocho de rabo y carne salá. Sofía era intelectual, locuaz, lista para bailar, cantar, y coquetear un poco ¿por qué no?
Sofía vivía en un lugar apartado de la ciudad, su casa tenía un color gastado, que alguna vez fue el bello amarrillo clásico que aún conservan algunos lugares ilustres y turísticos de la ciudad, solo que, en el caso de esta edificación, parecía que la estructura tuviese anemia y falta de vitaminas, así que tenía más como una especie de amarillo pollito, de pollito que no pía. En su interior, la casa gozaba de amplios espacios, que cada vez parecían hacerse más amplios puesto que las paredes empezaban a hacer dieta y se despojaban día a día de unos kilos de más. Ya el interior de la casa era sobrio, las paredes grises, una bombilla de la sala de luz amarilla, a veces era necesario encenderla en el día ya que la poca luz del sol que ingresaba por las ventanas de madera se las tragaba el gris.
La noche tomaba de la mano a su padre Arnulfo, juntos llegaron con la noticia esperada, le habían aprobado el préstamo en el banco y se haría la remodelación de la casa. Esto les había hecho felices, y al día siguiente comenzaban trabajo de remodelación. Desde ese momento a Sofía, Hortencita, como le decían en la casa, le tocaba dormir en un chinchorro en el cuarto con su abuela, padre, madre y un hermano, el que aún vivía en la casa, el otro Martín, aún estaba prestando el servicio militar obligatorio. Acomodaron la cama doble para los padres, la abuela en la litera, el hermano en una colchoneta al piso y Sofía en la Hamaca. Todo en un espacio de 3 por 4 metros. Después de lo cual acomodaron el único abanico de la casa que servía. Un abanico Sanyo que ganó su abuelo Agustín Segundo en 1965 en una apuesta contra un grupo de catalanes en una cantina en American Bar. Agustín logró la proeza de tomarse 3 vasos de jugo de pescado con ron blanco. Los catalanes solo pudieron con uno y se desbocaron. Aquella proeza que le reportó como ganancia un abanico importado y una semana de diarrea al abuelo, ahora era el único recuerdo, el único legado que había dejado el abuelo, aparte de las deudas, por el vicio de apostar, apostó todo menos la casa y el abanico. El Sanyo fue ubicado de manera estratégica sobre un par de bloques de cemento en una esquina de la habitación teniendo la precaución de ponerlo a girar y poner el chinchorro de Sofía lo más alto posible, para que todos se beneficiaran con un poco de su aire cálido. Así pasaron su primera noche desde el inicio de la remodelación.
Al día siguiente llegó la hora del sancocho de mondongo del domingo. A Sofía no le agradaba mucho la idea de tomar sopa un día como ese, menos con la tos que le estaba fastidiando desde la noche anterior por el polvo. Era de esos días en los que el aire en el suelo se ve temblar, tenía que cerrar un poco los ojos para poder ver hacia la calle desde la ventana. El polvo entraba por la puerta y ventanas así que cerraron para poder almorzar con tranquilidad. La ropa se pegaba a la piel, y la humedad de sus propios seres los ensopaba. Al servirse el almuerzo todos se ubicaron en posición privilegiada frente al abanico, el vapor surgía férreamente de cada plato y el abanico empezaba a apaciguar cuando de repente… “Electricaribe cara e verga”, “Malditos como van a quitar la luz a esta hora” “Su madre para esos hijueputas”. Todo esto pensaban en su interior y se les veía en sus rostros el odio, pero nadie decía nada, era un almuerzo familiar y frente a la familia, ¡la familia!
Inmediatamente después, se escucha un toque a la puerta. Los comensales abanican su mirada inquiriendo por respuestas. Con gestos en sus rostros como hociqueando y movimientos con las manos, todos hacían de Pilato. Se escucha un segundo toque de la puerta, con mayor fuerza. Por lo cual, Sofía decide levantarse a ver quién era el no invitado que interrumpía el almuerzo, ya bastante tenían con la ida de luz. De todas maneras, no era de buen gusto ignorar la visita, tal vez era algo importante. Cuando Sofía se levantó de la silla, su pie se ató involuntariamente con el cable de energía del abanico, de modo mientas caía logró creerse Isadora Duncan haciendo una especie de porté de danza contemporánea, evitando que su humanidad se diera contra el suelo, abrazando el abanico para protegerlo, con tan mala suerte que esto solo sucedía en su mente, pues para los demás el parapeto se veía como una pelea de gallos. Sofía terminó de culo contra el piso y el abanico quedó tan desastroso como Vía 40 a media noche de domingo de Carnaval. “¡Anda niñaaaa!”, “¡Hortencitaaaaa!”, “¡El abanico!”, “¡Se ermierdó!” – rompieron el silencio los miembros de la mesa.
Sofía se levantó adolorida tratando de poner las cosas en su lugar. Se escucha un tercer toque de la puerta, con mayor fuerza, velocidad y prolongación. Sofía tira las cosas y va hacía la puerta no sin antes pisar un tornillo con su descalzado pie, quiso maldecir, pero se aguantó.
Abrió la puerta con celeridad, al frente suyo halló un funcionario de la empresa de energía: “¿familia Mendoza?”
“¿sí?”, respondió Sofía.
“Orden para suspensión del servicio”. Replicó el funcionario.
“¡Es al frente malparido!” respondió Hortencia, tirando la puerta en la cara del hombre.