FRAGMENTOS DE UNA ACTUALIDAD PANDÉMICA EN LA PESTE DE ALBERT CAMUS
“En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio” – Albert Camus.
Por: William Castro Atencia.
En tiempos de pandemia sobresalen las debilidades del sistema que preexiste en cada rincón del mundo, así como se ponen de sesgados algunos aspectos de la solidaridad humana con vista refleja en un enfrentamiento contra la enfermedad del odio y la indiferencia hacia su propia especie: dos sentimientos que hoy se cree que ocupan hasta el alma vacía de las calles, cuando solo ahora y, en realidad, son más visibles.
La realidad se cruza con la ficción para estas fechas de confinamiento, en donde cuesta creer las noticias que subyacen a diario sobre los efectos secundarios de la epidemia en diversas sociedades, pero que novelas como La Peste anticiparon en su momento cuando, en 1947, surgió para destruir toda clase de ideologías y creencias en las que el hombre se atribuye una mínima autoridad ante Dios, ente supremamente inconcebible para el escritor argelino al que la historia considera fundador de la corriente filosófica del absurdo.
Para aquella época de posguerra en la que París consistía en el obligado refugio de tantos escritores, Camus venía de publicar bajo el sello de editorial Gallimard las coetáneas obras de El extranjero y El mito de Sísifo: Una novela y un ensayo que fluctúan por el mismo sendero del absurdo, entendido como única realidad posible en la que predomina la inexistencia de una moral universal, como el sinsentido de todo anhelo e ideal humano de cambiar el curso de la vida, y que cinco años después alcanza su máxima representación con la llegada de La Peste.
Es esta la historia de Orán, Algeria, donde una epidemia de peste bubónica es desatada tras la aparición de múltiples ratas, y en el que la voz de un médico del pueblo es la que se encarga de narrar los crudos episodios que junto a sus colegas tuvo que sufrir en carne propia, tras convertirse cada encuentro con sus pacientes en un nuevo encuentro con la muerte.
Se trata pues de una novela donde los sucesos ya se dieron, y en la que el absurdo se concentra a medida que el médico avanza en su crónica para tomar consciencia de la muerte como autoridad imposible de combatir mientras aún quedase un mínimo rastro de la peste. Sin embargo, es el tercer capítulo lo que en su brevedad le dota de cierto carácter atemporal al relato, al describir unos escenarios y situaciones que reflejan cómo nuestro actuar frente a una misma (o peor) crisis epidémica, prevalece intacto a pesar del tiempo y los cambios en las culturas y costumbres.
Dicho apartado empieza contándonos cómo a partir de que la epidemia ya se había extendido a cada rincón de la sociedad, de esta comienza a emerger un relato colectivo del que, según el médico, era posible conocer la verdad detrás de “los actos de violencia de los vivos, los entierros de los muertos y el sufrimiento de los amantes”.
En relación a la violencia, se nos menciona cómo después del anuncio de un “Estado de peste” o emergencia sanitaria que instaura la cuarentena obligatoria, se toman estrictas medidas con “los barrios particularmente castigados” en las que se insta a “no dejar salir de ellos más que a los hombres cuyos servicios eran indispensables”, amenazando con ejercer sentencias de encarcelamiento a aquellos que osaran violar la ley, cuyo peso “equivalía a una pena de muerte, por la excesiva mortalidad que se comprobaba en la cárcel municipal”, a donde también había llegado la peste.
Pero luego aclararía el narrador que no fue sino hasta la temida “institución del toque de queda” que los ciudadanos optaron por acatar (aunque fuera con titubeos) el aislamiento preventivo constituyente de la razón por la que, de ahora en adelante, “a partir de las once, la ciudad, hundida en la oscuridad más completa, era de piedra”.
Conforme al entierro de los muertos, se sabe que “Lo que caracterizaba las ceremonias ¡Era la rapidez!”, puesto que al solo signo de fallecimiento de los ciudadanos en los hospitales, eran sus cuerpos transportados de inmediato al lugar donde serían sepultados, sin dar la oportunidad a sus familiares de realizar ningún tipo de ritual velatorio, pues “esta no podía desplazarse porque estaba en cuarentena si había tenido con ella al enfermo”.
Para empeorar esta condición, llegaría un punto en que la cantidad de muertos al día fuera demasiada, provocando que objetos como los féretros, la tela para las mortajas, y el lugar en los cementerios se hicieran escasos, obligando al sistema a “agrupar las ceremonias” o juntar los cadáveres en fosas comunes, al igual que “multiplicar los viajes entre el hospital y el cementerio” para más eficacia.
No obstante, con el tiempo se irían borrando las preocupaciones de las gentes absortas en la sola idea de morir sin la dignidad merecida, para adoptar otra clase de malestares enfocados en la dificultad de abastecerse estando “absorbidas por la necesidad de hacer colas, de efectuar gestiones y llenar formalidades si querían comer”. En síntesis, tanto hospitales como cementerios y supermercados tenían en común la falta de personal, por lo que el trabajo pasaría a estar “pagado en proporción al peligro”.
Finalmente, con “el sufrimiento de los amantes” se hace referencia a una nueva especie de individuos que, desprendidos del achaque social, representan la encerrada esperanza del acabose y pronto retornar a una “normalidad” sentida antes de la peste. Estos son nombrados como “los separados” por tratarse de personas que “habían perdido el egoísmo del amor y el beneficio que conforta”, para ahora llenarse de unos sentimientos de indiferencia por el otro, asumidos con una personalidad arbitraria en cualquier toma de decisiones, y caracterizada por el nulo sentido crítico “ante la lectura de ciertas consideraciones que cualquier periodista había escrito al azar”.
Los separados pueden ser aquellos que en su ignorancia avivan la llama del alarmismo, disparado por los medios de comunicación en una Orán sobre la que bien podríamos reconocer el estado actual de muchas sociedades en el mundo, donde el silencio de los ciudadanos a los que el médico les otorga voz durante la pandemia, termina siendo ocupado por “la obstinación ciega que en nuestros corazones reemplazaba entonces al amor”.