BITÁCORA INTERNA: EL LEGADO DE PORFIRIO BARBA-JACOB EN LA LITERATURA COLOMBIANA Y DEL CARIBE.

Por: William Castro Atencia.

Fueran cuatro los años que el verbo de un joven Zalamea Borda recreara «a bordo de sí mismo» en una novela, escrita posterior al suicidio que alrededor de los diecisiete años malogró en la ardiente ciudad de Barranquilla: Capital heredera de los mismos calores que forjaron la valiente impulsividad de Arturo Cova en La Vorágine y, algunos años más tarde, la sangre fría de M. Meursault en L’étranger, cuya filosofía del absurdo se encargó de catapultar al declarado «maestro» por el mismo García Márquez directo hacia la alta Guajira, donde acaso otros paisajes movedizos atemperaron sus viajes apasionantes. Y es que el sentido detrás de estos últimos va más allá del simple desplazamiento físico, para concentrase en lograr una íntegra conexión con el mundo a través de la percepción y el contacto que inicialmente nos brinda lo naturalmente externo, y así luego interiorizar todas esas experiencias y sensaciones reconfortantes del espíritu ante la tragedia de la vida o las adversidades cotidianas.

De esto último habría de percatarse Miguel Ángel Osorio (Porfirio Barba Jacob) a una cierta edad donde, sin importar de que todavía resonara distante la voz y el buen nombre de su más conocido seudónimo, ya empezaba a desarrollar una conciencia del placer y el dolor, la luz y la oscuridad, las alegrías y tristezas que figuran cada instante de la vida, solo hasta que llega la muerte en cuyos pies, no obstante, confiesa que «se rinde fiero y rencoroso» su corazón.

Primero hubo un hombre solitario, y antes, un niño resignado al profundo abandono; a una suerte de destino impuesto por sus padres huraños y fielmente creyentes de que la vida estaba en ese pequeño pueblo de Antioquía llamado Santa Rosas de Osos, hacendado en casa de la abuela Benedicta, quien si bien le acompañó hasta sus últimos días, no por ello alcanzó a suplir la falta de tantos elementos que constituyen la infancia (comenzando por el amor y entendimiento de nuestros padres) volviéndose ésta, tiempo después, una de las muchas temáticas fundamentales que conforman sus versos.

Pero bien, ¿Cuándo podemos empezar a hablar de un legado de parte del escritor tanto para la literatura propia de su tierra natal, como para la poética consagrada en el seno del extenso Caribe antillano?

La respuesta a esta pregunta nos remite hacia la mítica tradición helénica, que encontrando a su mayor referente literario en Homero, enseña cómo el hombre se perpetúa en la historia de una nación a través del pensamiento: Resultante de un aparente acto pasivo, que aúna en un mismo recipiente las ideas, representaciones y experiencias que diariamente son captadas por el ser humano, y que llegan a determinar el destino del mundo de acuerdo al impacto que le generen tales factores. Por ello, personajes como Ulises representan la construcción de un pensamiento a partir de las odiseas que le suceden a lo largo de su viaje, y que más allá de fortalecerlo físicamente, le proporcionan la capacidad de superar cualquiera clase de problema a futuro, tan solo con remitirse al pasado para saber cómo debe actuar en el presente: Como si en realidad hubiese estado viajado dentro sí durante toda la poesía épica.

Algo parecido sucede en la vida del joven Miguel Ángel Osorio, después de la irrupción de una guerra civil a principios del siglo xx en Colombia que interrumpe sus estudios para enlistarle entre las tropas del gobierno conservador, y obligarlo a militar sin militar bajo el apodo de teniente lichigos; una vez que vuelve a  Santa Rosa para darse cuenta de que la docencia no era lo suyo; al ver muerta y sin remedio a su abuela Benedicta y, sin término de penas, resignarse al rechazo por parte de los padres de su primer y último amor: Teresita. En estos momentos, Miguel Ángel solo puede pensar en el viaje como única salida de esa realidad injusta y carente de sentido ante la cual se enfrenta, seguramente sin saber a dónde iría a depararle el destino, más que a una serie de encuentros y desencuentros consigo mismo.

Así es como zarpa el joven Miguel, con voluntad y experiencia de las montañas donde el gobierno conservador le habría enviado, para sufrir, a las alturas del Bajo Combeima, un frío desolador. El mismo que le impera regresar a Bogotá en 1904, donde acaso fundar una revista en la que escribe bajo el seudónimo de Main Ximénez (al igual que la organización de sendos concursos literarios) le ayuda a olvidar el sinsabor que hace años le produjo conocer a sus padres. Vuelve a la capital con los años, al igual que visita otras tierras como Santiago de Cali donde ya cuenta con el prestigio suficiente para recitar en sus espléndidos salones.

Pero es solo hasta 1906 que por fin se despliega un aura de fascinación de parte de Miguel, quien tras perder uno de sus zapatos de errabundo al llegar a La Arenosa, se transforma en el poeta Ricardo Arenales, producto de las lecturas que Maín Ximénez realizó, según investigaciones como la de Eduardo Santa del Caro y Cuervo, bajo la afluencia de fuertes amistades como Miguel Rasch Isla y Lino Torregrosa, entre otras más controversiales como la sostenida con el bardo Leopoldo de la Rosa. Es aquí en Barranquilla donde sin embargo surgen los poemas Campaña Florida, Mi vecina Carmen y La tristeza del camino, como un lamento del tiempo que arrastra todo los recuerdos de su pasado en el campo a medida que él sigue avanzando en una misma dirección trazada por el viento en plena oscuridad.

«Ese viejo camino, rojo y largo,

qué arranca de la margen del arroyo

a profanar el ópalo del monte

y va -tras el secreto de la cumbre-

en busca de inauditos valladares,

Y se apaga por fin, pálidamente,

como una esperanza fugitiva….»

Tierras aledañas donde la mar se desborda para hundir los malecones, son cuna igualmente de la publicación de Parábola del retorno y El corazón rebosante, este último donde el dolor apenas y se percibe entre tanta paz propiciada por la naturaleza circundante, que al ser tan precisamente descrita proporciona tanto sosiego al poeta, como placer a sus amigos de Costa Rica una vez lleva su errancia hasta Centro América.

«El alma traigo ebria de aroma de rosales

y del temblor extraño que dejan los caminos…

A la luz de la luna las vacas maternales

dirigen tras mi sombra sus ojos opalinos»

De su errancia por Cuba, Guatemala, Honduras y El Salvador, son destacables las amistades que traza con Rafael Arévalo Martínez, quien se encarga de perpetuar en El hombre que parecía un caballo sus ánimos fulgentes de moverse hasta los confines más inalterados de América, donde codea con Tobón Mejía, Hernán Catá, Miguel Ángel Asturias, entre otras fuertes entidades de la literatura hispanoamericana en aquel entonces, y para la que manejaba un seudónimo distinto de acuerdo a su estado psicológico y espiritual.

Pero es solo cuando el poeta arriba en Monterrey-México donde, aun si no lo quisiera, se consagra como la figura a la que todos los que no tuvimos la fortuna de conocerlo nos resulta mayormente familiar, y con base en la que estamos hablando a 136 años de su nacimiento y 77 de su partida, de un legado atemporal y estridente entre las voces de los actuales escritores de la literatura colombiana: Porfirio Barba Jacob, una voz incategorizable de la que paradójicamente hubiéramos heredado más, de no ser por la otra vida periodista que desempeñaba en contrapunto con su vida literaria, pero que de alguna forma le mantuvo presente hasta consolidar lo que en el prólogo a su primer antología titulada El corazón iluminado, señala como «el grupo de las nueve antorchas contra el viento» o las poesías con que confiesa haber podido expresar perfectamente lo que quería, tal como el que fuera uno de los poemas más importantes de la lengua española escrito para todos los tiempos habidos y por haber: La Canción de la vida profunda, en la que son esta vez las voces de maestros ya desaparecidos (como Jorge Isaacs, José Asunción Silva, Rafael Gutiérrez Nájera y el mismo Rubén Darío) las que se concentran durante años en su escritura, hasta liberarse con la velocidad ustoria de una bola de fuego.

Con Porfirio Barba Jacob sucede que poesías como la mexicana desarrollan una tonalidad existencial con matices igual de místicos que nostálgicos, pero sobre todo una escritura que parte desde afuera, desde el mundo exterior, para luego introducirse en el cuerpo de quien escribe y de esta forma tocar todo lo que o bien alimenta el espíritu, o bien, le acongoja el alma, hasta hacerlo sentir como este poeta de la locura: inmerso en una vida atemporal y a la espera de la muerte que le permita volver a alzarse en son de la Balada de la loca alegría:

La Muerte viene, todo será polvo:

¡polvo de Hidalgo, polvo de Bolívar,

polvo en la urna, y rota ya la urna, polvo en la ceguedad del alquilón!

Barba-Jacob no deja de ser elogiado como uno de los más grandes poetas de Hispanoamérica, precisamente por haber perpetuado en sus letras tanto la maleza exótica y sensual de cada paisaje recorrido, -donde antaño se libró la peor masacre de la historia-, como también el pasado vivido en tierras colombianas a las que llegó un punto en que jamás regresó. Sus versos serán recordados por siempre como aquellos versos que, aún cargados de la misma pasión enardecida que Andrés Bello manifestara por América, no se placen en evocar episodios sangrientos de un paraíso perdido pese a las batallas extremas que se libraron, sino más bien aquella frustración que se llevaba al final de cada uno sus viajes, consistente en la imposibilidad de encontrar aquello que todo el tiempo estuvo buscando, y porque gracias a que nunca lo encontró, hoy día lo conocemos.

#MiercolesDeLiteratura

Frecuencia Alternativa

Somos un medio de comunicación digital multiplataforma, alternativo e independiente, enfocado en las expresiones artísticas y culturales, de la Corporación Frecuencia Alternativa.